El pasado jueves 13 de junio, mi amigo y maestro
Eduardo Barrachina, director de documentales y fundador de la productora
valenciana Azor Producciones y yo, nos adentramos en un campo de caquis para
intentar filmar la vida familiar de una de las aves más singulares de nuestra
rica ornitofauna: el Chotacabras Pardo.
Estuvimos amablemente ayudados por nuestro amigo
común, el legendario anillador de la
SVO (Societat Valencia d’ Ornitologia) Ximo Galarza quien
previamente nos había localizado el esquivo nido y con el que tengo la fortuna
de compartir jornadas de campo y risas junto con el resto de fantásticos
miembros del Grup d’ Anellament “ L’ Horta”.
En la
Península contamos con dos subespecies de esta
caprimulgiforme: el chotacabras gris, distribuido por el norte y noroeste
peninsular y el objeto de nuestra filmación, el pardo, algo mayor que el gris y
extendido por todos los territorios donde este no habita aunque en ocasiones
ambas distribuciones se solapen.
Su curioso nombre nació de la antigua creencia que
afirmaba que estas aves, comúnmente observadas en torno a los rebaños,
esperaban al amparo de la noche para acercarse a estos y extraer furtivamente
la leche de las ubres de las cuales se colgaban para acceder al preciado líquido.
Dicha creencia acabó por revelarse como errónea.
Cierto que los chotacabras suelen mantenerse cerca de los animales domésticos
para obtener alimento, pero no la leche que antaño se creía sino los abundantes
insectos que revolotean entorno a estos y que constituyen su dieta. Un ave
insectívora que además fue desalojada de los árboles y se vio obligada a anidar
en el suelo es altamente vulnerable.
Para solventar dicha coyuntura, estas criaturas han
desarrollado un plumaje, morfología y costumbres crípticas que, cual capa de
invisibilidad, les hacen desaparecer cuando yacen entre el follaje inmóviles y
con los ojos cerrados casi por completo para que sus grandes y negros globos
oculares que les confieren una prodigiosa visión nocturna, no delaten su
presencia y a la vez les permitan vigilar los alrededores.
Acompañé a Ximo hasta el emplazamiento del nido. La
hembra voló dejando al descubierto su puesta. Cuando nos acercamos para
examinar los huevos, nos dimos cuenta de que estos se habían transformado en
dos pequeños e inmóviles copos de plumón. Eduardo llegó en ese momento.
Cuando le comunicamos que en vez de huevos, había
pollitos se quedó boquiabierto, sin poder contener la emoción. Ximo volvió a
casa dejándonos a solas con los pollos. Aprovechamos la ausencia de los adultos
y el crepúsculo para trazar la estrategia de filmación y colocar los hides. Y
así, transformados en extraños arbustos, esperamos a que los adultos volvieran
y nos proporcionaran las imágenes que buscábamos. La hembra se hizo de rogar,
tardo media hora larga, tal vez más en aparecer. Yo me impacientaba temiendo
que por algún motivo no volviera, al mismo tiempo que me maldecía por haberla
espantado involuntariamente antes de la llegada de Eduardo.
Afortunadamente la hembra llegó. Sus hijos la
recibieron estirando el cuello y
picoteándole el pico, señal inequívoca de que tenían hambre. La hembra
respondió agitando la cabeza a gran velocidad, este gesto se repetiría a lo
largo de la noche cada vez que regurgitaba el alimento para sus retoños. Al
poco tiempo, entre el coro de mochuelos, autillos y sapos parteros que se oían
en la oscuridad, adiviné el característico canto de otro chotacabras que cada
vez se oía más cerca.
Entonces, otro ejemplar cruzó a gran velocidad el
halo de luz que iluminaba el nido para perderse de nuevo en la oscuridad. A
través del agujero del hide por el que salía el foco que Eduardo me había
encargado manejar, observé en la dirección en que se había evaporado el otro
chotacabras. Un par de puntos brillantes parpadeaba en el suelo, eran sus
enormes ojos. El animal se puso en movimiento y se presentó en el nido. Ya
teníamos al macho. Ante la llegada de su compañero, la hembra abandonó a los
pollos para ir a buscar alimento.
El macho se arrastró hasta ponerse encima de sus
pequeños. Pero estos no parecían de acuerdo, e igual que hicieron son su madre
antes, empezaron a exigirle comida picoteándole el pico, incluso uno de los
pollos, el más grande y activo y el que parecía recibir mayor cantidad de
comida, llegó a picarle en un ojo. El macho repitió el comportamiento de su
compañera: agitar y regurgitar. La hembra no tardó en relevar al macho y tras
la ceba de rigor, ocurrió algo con lo que no contábamos pero que nos llenó de
emoción.
Ni los pollos ni los padres parecían percibir
nuestra presencia, actuaban de forma totalmente natural, por eso nos sorprendió
tanto cuando la madre, por motivos que ignoramos, decidió cambiar la ubicación
del nido a un metro de distancia de donde se encontraba el original. Se levantó
dejando a los pollos al descubierto, se arrastró un metro, cavó un poco en la hojarasca y mirando a sus
hijos, empezó a llamarles con un dulce “u-u-u-uuuu”. Los pollitos agitados, no
dudaron en seguir la llamada de la madre y con una velocidad insospechada para
su cortísima edad, cubrieron la distancia que les separaba de ella. Una vez
juntos de nuevo, la madre volvió a cubrir a las crías con su cuerpo para darles
calor mientras esperaba la llegada de su consorte.
Este apareció de nuevo a los pocos minutos.
Aterrizó donde se encontraba el anterior nido, pero este ya no estaba. Parecía
confuso, miró a su alrededor en busca de su familia hasta que los encontró.
Voló la distancia que los separaba cayendo sobre la hembra. Esta salió
disparada y una vez más, el macho ocupó el puesto y las tareas de su compañera.
Esta sería la última vez que veríamos al macho. Cuando llegó la hembra cebó a
los pollos por última vez. Permaneció un buen rato incubándolos y volvió a
salir. Pero esta última salida no sería para alimentar a los pollos sino para
alimentarse ella misma.
Los pequeños no
obstante seguían pidiendo, pero en vano.
Comprendimos entonces, que tras cuatro horas de
intensa vida familiar, nuestros nuevos amigos no iban a moverse más hasta la
noche siguiente. Satisfechos por los comportamientos observados y las imágenes
obtenidas, desmotamos los hides observados a un metro por la impertérrita
hembra. Esa mañana, como todas las demás, volverían a transformarse en
inmóviles hojas caídas hasta que la
Luna les indicará la hora de la cena, dando comienzo una vez
más, la fascinante noche de los chotacabras.
Carlos Micó
Tonda
Imágenes:
Ximo Galarza
Buen rartículo Carlos ;) Un abrazo.
ResponderEliminarInteresante relato Carlos. Nunca se me había ocurrido observarlos con luz artificial. Por lo que cuentas no les molestaba, pues de día no hay apenas actividad. ¿Que potencia de luz utilizaste? pues me gustaría hacer una filmación nocturna cuando tenga oportunidad.
ResponderEliminarUn saludo.