Grupo de voluntarios que cuidamos la biodiversidad de las balsas de Alcublas

miércoles, 10 de julio de 2013

LA NOCHE DE LOS CHOTACABRAS




El pasado jueves 13 de junio, mi amigo y maestro Eduardo Barrachina, director de documentales y fundador de la productora valenciana Azor Producciones y yo, nos adentramos en un campo de caquis para intentar filmar la vida familiar de una de las aves más singulares de nuestra rica ornitofauna: el Chotacabras Pardo.
Estuvimos amablemente ayudados por nuestro amigo común, el legendario anillador de la SVO (Societat Valencia d’ Ornitologia) Ximo Galarza quien previamente nos había localizado el esquivo nido y con el que tengo la fortuna de compartir jornadas de campo y risas junto con el resto de fantásticos miembros del Grup d’ Anellament “ L’ Horta”.
En la Península contamos con dos subespecies de esta caprimulgiforme: el chotacabras gris, distribuido por el norte y noroeste peninsular y el objeto de nuestra filmación, el pardo, algo mayor que el gris y extendido por todos los territorios donde este no habita aunque en ocasiones ambas distribuciones se solapen.
Su curioso nombre nació de la antigua creencia que afirmaba que estas aves, comúnmente observadas en torno a los rebaños, esperaban al amparo de la noche para acercarse a estos y extraer furtivamente la leche de las ubres de las cuales se colgaban para acceder al preciado líquido.



Dicha creencia acabó por revelarse como errónea. Cierto que los chotacabras suelen mantenerse cerca de los animales domésticos para obtener alimento, pero no la leche que antaño se creía sino los abundantes insectos que revolotean entorno a estos y que constituyen su dieta. Un ave insectívora que además fue desalojada de los árboles y se vio obligada a anidar en el suelo es altamente vulnerable.
Para solventar dicha coyuntura, estas criaturas han desarrollado un plumaje, morfología y costumbres crípticas que, cual capa de invisibilidad, les hacen desaparecer cuando yacen entre el follaje inmóviles y con los ojos cerrados casi por completo para que sus grandes y negros globos oculares que les confieren una prodigiosa visión nocturna, no delaten su presencia y a la vez les permitan vigilar los alrededores.
Acompañé a Ximo hasta el emplazamiento del nido. La hembra voló dejando al descubierto su puesta. Cuando nos acercamos para examinar los huevos, nos dimos cuenta de que estos se habían transformado en dos pequeños e inmóviles copos de plumón. Eduardo llegó en ese momento.
Cuando le comunicamos que en vez de huevos, había pollitos se quedó boquiabierto, sin poder contener la emoción. Ximo volvió a casa dejándonos a solas con los pollos. Aprovechamos la ausencia de los adultos y el crepúsculo para trazar la estrategia de filmación y colocar los hides. Y así, transformados en extraños arbustos, esperamos a que los adultos volvieran y nos proporcionaran las imágenes que buscábamos. La hembra se hizo de rogar, tardo media hora larga, tal vez más en aparecer. Yo me impacientaba temiendo que por algún motivo no volviera, al mismo tiempo que me maldecía por haberla espantado involuntariamente antes de la llegada de Eduardo.

Afortunadamente la hembra llegó. Sus hijos la recibieron estirando el cuello  y picoteándole el pico, señal inequívoca de que tenían hambre. La hembra respondió agitando la cabeza a gran velocidad, este gesto se repetiría a lo largo de la noche cada vez que regurgitaba el alimento para sus retoños. Al poco tiempo, entre el coro de mochuelos, autillos y sapos parteros que se oían en la oscuridad, adiviné el característico canto de otro chotacabras que cada vez se oía más cerca.
Entonces, otro ejemplar cruzó a gran velocidad el halo de luz que iluminaba el nido para perderse de nuevo en la oscuridad. A través del agujero del hide por el que salía el foco que Eduardo me había encargado manejar, observé en la dirección en que se había evaporado el otro chotacabras. Un par de puntos brillantes parpadeaba en el suelo, eran sus enormes ojos. El animal se puso en movimiento y se presentó en el nido. Ya teníamos al macho. Ante la llegada de su compañero, la hembra abandonó a los pollos para ir a buscar alimento.
El macho se arrastró hasta ponerse encima de sus pequeños. Pero estos no parecían de acuerdo, e igual que hicieron son su madre antes, empezaron a exigirle comida picoteándole el pico, incluso uno de los pollos, el más grande y activo y el que parecía recibir mayor cantidad de comida, llegó a picarle en un ojo. El macho repitió el comportamiento de su compañera: agitar y regurgitar. La hembra no tardó en relevar al macho y tras la ceba de rigor, ocurrió algo con lo que no contábamos pero que nos llenó de emoción.

 
Ni los pollos ni los padres parecían percibir nuestra presencia, actuaban de forma totalmente natural, por eso nos sorprendió tanto cuando la madre, por motivos que ignoramos, decidió cambiar la ubicación del nido a un metro de distancia de donde se encontraba el original. Se levantó dejando a los pollos al descubierto, se arrastró un metro, cavó  un poco en la hojarasca y mirando a sus hijos, empezó a llamarles con un dulce “u-u-u-uuuu”. Los pollitos agitados, no dudaron en seguir la llamada de la madre y con una velocidad insospechada para su cortísima edad, cubrieron la distancia que les separaba de ella. Una vez juntos de nuevo, la madre volvió a cubrir a las crías con su cuerpo para darles calor mientras esperaba la llegada de su consorte. 



Este apareció de nuevo a los pocos minutos. Aterrizó donde se encontraba el anterior nido, pero este ya no estaba. Parecía confuso, miró a su alrededor en busca de su familia hasta que los encontró. Voló la distancia que los separaba cayendo sobre la hembra. Esta salió disparada y una vez más, el macho ocupó el puesto y las tareas de su compañera. Esta sería la última vez que veríamos al macho. Cuando llegó la hembra cebó a los pollos por última vez. Permaneció un buen rato incubándolos y volvió a salir. Pero esta última salida no sería para alimentar a los pollos sino para alimentarse ella misma.
Los pequeños no obstante seguían pidiendo, pero en vano. 


Comprendimos entonces, que tras cuatro horas de intensa vida familiar, nuestros nuevos amigos no iban a moverse más hasta la noche siguiente. Satisfechos por los comportamientos observados y las imágenes obtenidas, desmotamos los hides observados a un metro por la impertérrita hembra. Esa mañana, como todas las demás, volverían a transformarse en inmóviles hojas caídas hasta que la Luna les indicará la hora de la cena, dando comienzo una vez más, la fascinante noche de los chotacabras.

Carlos Micó Tonda

Imágenes: Ximo Galarza